El coctel de la Vida

Por Paula Sacco.
Como una estrella subiendo al escenario, casi podía sentir la ovación cuando atravesaban las puertas del bar cada noche a las 22:00 horas. En realidad, se trataba del zenit de su existencia, era su momento, quizás el único en que su ego superaba su agobiado ser.
Cruzar la puerta metálica color bermellón, amarrarse su delantal de cuero a la cintura y abrochar su corbatín rosa al cuello, empoderaba a Martín con la alegría y el dinamismo que le caracterizaba dentro de su madriguera.
Aquella extraña doble copa metálica en forma de reloj de arena era su compañera entrañable, su amuleto. Ejecutaba un seductor baile con su muñeca izquierda, así estuviera sirviendo un trago o estuviera vacía, ese era su lugar para el resto de la noche, anclada a sus largos y huesudos dedos.
Maserando cinco hojas de menta, con media onza de zumo de lima y dos cucharas de azúcar blanco, los olores se desprendían y energizaban el apetito cocktelero del Barman. Una copa de ron cubano añejo, soda, dos gotas de angostura (el toque de amargura sin el cual la cordura no tendría lugar) y el toque final con una ramita de menta fresca teñida de azul y ¡voilá!, la obra estaba en su punto para que el paladar más exquisito se deleitase en sus partículas de placer.
Y ese era el momento más sublime para Martín, sentir la mezcla perfecta de apariencia, aroma y sabor reflejada en una cara de asombro y aceptación al otro lado de la barra. Guiado por su destreza mental y al mejor estilo circense, el malabarismo empezaba a fluir por sus venas y sin preámbulos los limones volaban
por el cielo, los vasos rodaban por sus brazos extendidos de un extremo al otro y agitaba con frenesí la coctelera hasta que un chorro de líquido celestial caía desde lo alto con la gracia de la gravedad y reposaba finalmente en el trono para el cual había sido creado.
Perfeccionar su técnica era más que un objetivo, era una obsesión grotesca. Experimentaba cada día con texturas, colores, sabores, especias y novedosas formas para convertirse en el mejor “artesano del hielo, poeta del alcohol” y mago del sabor.
Durante estas horas, su corazón se convertía en un motor, los latidos respondían a sus pensamientos y a sus emociones, era ahí y solo ahí cuando el hielo se derretía en su interior y el azúcar de la pasión lo hacía vibrar.
Martín llegó a pensar que su destino estaba marcado desde su nacimiento, pues solo hizo falta una simple “i” para ser, desde su llegada al mundo, un coctel en sí mismo. Esa letra que le faltaba era también la “i” de ilusión, pues toda ella moría a las seis de la madrugada cuando desabrochaba su corbatín rosa y colgaba el
delantal. En ese gancho metálico quedaba guindada su alma. Al salir, su estómago se hacía un nudo, la garganta se le cerraba, el sol encandilaba sus ojos lacónicos, cubría su rostro con una capucha y aceleraba los pasos para huir de ese mundo apabullante y frío, despiadado y gris, donde nunca tuvo cabida.
Caminaba cabizbajo y pusilánime esquivando la gente y evitando pisar las líneas que dividían las placas que conformaban la acera, superstición tal vez, pero desde pequeño lo hizo y lo que comenzó como un juego inocente, se convirtió en un hábito perturbador a los ojos de los demás transeúntes. Contaba los pasos para
llegar a su casa, que no se trataba más que de un sótano rentado al cual le había tapado cualquier asomo de luz natural y contacto con la humanidad. Se sentía vulnerable y frágil. Dormir era su válvula de escape para soñar con sus creaciones, era en ese estado de trance cuando su creatividad brotaba y al despertar solo
quería correr de regreso a la vida.
Y así transcurrían sus días, del infierno al paraíso, de la oscuridad a la luz, de lo trivial a lo profundo. No había cruce de palabras, su garganta llegaba desierta y seca cada noche al bar a saciar su sed de fricción. Lo único que sabía es que no se sentía completo, fuera de esas paredes llenas de copas, su vida era banal y sin
sentido.
Esa última noche fue mágica, bailó con la barra, gritó eufórico, creó cocteles de todos los sabores, olores y colores, regaló sonrisas y buenos tragos, se movía entusiasta de lado a lado con su corbatín siempre intacto, brillando por fuera y destruido por dentro.
Con esa misma vehemencia, con su cabeza revolucionada y su cuerpo sudoroso corrió escaleras arriba buscando la redención, corrió y corrió sabiendo que ya no había un mañana, derrumbó la raída puerta de madera con su hombro, siguió corriendo por la azotea, se sintió protegido por una lluvia de estrellas. Inhaló
y saltó al vacío extendiendo sus brazos como un pájaro exultando la noche (su refugio) y cayó encima de un jardín de blancas Margaritas y la extraña copa metálica se desprendió de sus dedos rodando calle abajo
derramando la última gota de licor.
Y fue así cómo Martín convirtió la aceituna del fondo de su copa, en la cereza del pastel.

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